Sin ética no hay diálogo: responsabilidad y deber en la gestión del conflicto

Atendiendo a la situación actual de la «política española» he tenido un embarazoso intercambio de correos con un compañero de muchas «batallas» especialmente políticas, el planteamiento, por mi parte, es que el dialogo por el dialogo no tiene mayor recorrido, por ello reflexionando sobre esto me he puesto a reflexionar y he construido esta entrada.

En sociedades cada vez más polarizadas, los conflictos – ya sean políticos, sociales o interpersonales – son inevitables. Pero no por ello deben derivar en violencia o parálisis. La gestión del conflicto no significa eliminar el desacuerdo, sino crear condiciones para enfrentarlo constructivamente. En este marco, los procesos dialógicos emergen como herramientas fundamentales. Sin embargo, para que estos procesos sean genuinamente efectivos, deben estar anclados en dos pilares éticos: la responsabilidad personal y el imperativo categórico formulado por Immanuel Kant.

¿Qué es un proceso dialógico?

A diferencia de un simple intercambio de opiniones, el diálogo verdadero implica reconocimiento mutuo, apertura al otro y búsqueda compartida de sentido. No se trata de convencer o vencer, sino de comprender. El diálogo, en este sentido, no es solo una técnica, sino una actitud ética ante la diferencia.

Ahora bien, no cualquier conversación puede considerarse dialógica. Para que un proceso de este tipo contribuya a la gestión del conflicto, requiere condiciones de posibilidad que no son meramente procedimentales, sino profundamente morales.

La responsabilidad personal: punto de partida ineludible

Gestionar un conflicto exige que cada participante asuma la responsabilidad de su propio rol en la situación. No se puede dialogar desde la victimización permanente ni desde la negación del daño causado. La responsabilidad personal implica autocrítica, disposición a revisar creencias y apertura a modificar comportamientos.

Este paso es decisivo: sin reconocimiento de la propia agencia, el diálogo se convierte en simulacro. No basta con pedir que el otro “cambie” o “entienda”, si uno no está dispuesto a asumir también su parte en el conflicto.

Kant como brújula moral: el imperativo categórico

Aquí es donde entra Kant. Su imperativo categórico —“obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que se convierta en ley universal”— ofrece un criterio fundamental para evaluar la ética del comportamiento en conflicto.

Aplicado al diálogo, este principio nos obliga a preguntarnos:

¿Estoy tratando al otro como un fin en sí mismo, o como un medio para mis propios fines?
¿Querría yo que la forma en que participo en este conflicto fuera adoptada por todos como norma universal?

El diálogo requiere, entonces, reconocer la dignidad moral del otro, incluso si se lo percibe como adversario. Esto no significa relativizar las diferencias, sino sostenerlas dentro de un marco de respeto mutuo que solo puede existir si se asume un deber ético hacia el otro.

Sin ética, no hay transformación del conflicto

Muchos procesos de diálogo fracasan no por falta de metodología, sino por déficits éticos: cinismo, manipulación, egocentrismo, falta de honestidad. El diálogo no es una técnica neutra que funcione en cualquier contexto; requiere sujetos dispuestos a dialogar en serio. Y eso implica una ética de la responsabilidad y del deber universalizable.

En definitiva, no hay gestión real del conflicto sin transformación de los sujetos que participan en él. Y esa transformación solo es posible cuando se conjugan dos condiciones:

  1. Responsabilidad personal por lo dicho, hecho y omitido.
  2. Compromiso ético, guiado por principios como el imperativo categórico kantiano.

Donde estos elementos están presentes, el diálogo puede abrir caminos. Donde faltan, el conflicto se enquista o se disfraza.
El reto no es solo hablar, sino dialogar con conciencia y deber.

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